A lo largo de los últimos veinte años puede interpretarse que en América Latina se desarrolló un debate a cielo abierto sobre la relación entre organizaciones populares, gobiernos y Estado. Desde el levantamiento zapatista el 1 de enero de 1994, que fue tomado como inspiración por aquellos que sostuvieron la idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder”; pasando por las insurrecciones populares en Argentina o Bolivia, con el surgimiento de nuevas organizaciones sociales que se colocaron en el centro de la escena problematizando su relación con el Estado; hasta la llegada al gobierno de Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia, entre otros, que iniciaron el desafío de conciliar la gestión estatal con la profundización de un proceso de movilización y organización popular. En la actualidad el debate aparece saldado. La antinomia entre el proyecto de una nueva estatalidad y la construcción de poder popular se convirtió en una complementación, y la vía electoral se impone como hipótesis estratégica para el acceso de las organizaciones populares al gobierno. La democracia aparece como un régimen político hegemónico y relegitimado pero al mismo tiempo cuestionado por los procesos más radicales, que buscan trascender su formato representativo y liberal.