Los retratos de los delincuentes, que desde finales del siglo XVIII fueron tomando popularidad, proveen elementos para la reconstrucción de la percepción de la criminalidad por parte de la sociedad, sobre la construcción de una determinada identidad de clase: el delincuente urbano, joven y pobre. En la práctica retratística de los bajos fondos, que salta de los cuarteles de policía a los medios gráficos, se imbrican tanto nociones criminológicas como antropológicas y médicas, imbuidas en los miedos y fascinaciones de la sociedad en la cual está práctica está inserta, en su época. Funcional al modelo punitivo modernista, la imagen se presenta como una herramienta fructífera a las biopolíticas que han venido utilizando los Estados occidentales, dando sentido al castigo moderno. Ofreciendo un rostro, creando el estereotipo del delincuente.