Colombia ingresó a la década del noventa con los ojos del mundo puestos sobre su política antidrogas y en la realización exitosa de políticas enfocadas re-armonizar de la vida social de las poblaciones para la cuales la irrupción del fenómeno del narcotráfico significó un giro sui generis en las formas de concebir el conflicto y de auto-referenciarse. Los jóvenes habitantes de zonas periféricas de las principales ciudades del país se convertían en recurso humano para los ejércitos privados de los denominados “carteles”, asimismo también enfrentaban el recrudecimiento de amenazas como los asesinatos selectivos (limpieza social). En este escenario, la juventud se convirtió en foco diferencial de iniciativas gubernamentales enfocadas a frenar y prevenir la expansión de conexiones estratégicas entre sectores de la sociedad civil y estructuras delincuenciales. Dicho campo de acción se configuró como lugar en común de agendas y actores tanto globales como locales, por ejemplo el programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de las Drogas y el trabajo comunitario dentro de los micro territorios. Las Casas de la Cultura surgieron como un dispositivo que integraba, mediante la agencia de organismos institucionales como la Consejería Presidencial para la Juventud, la Mujer y la Familia, la cooperación internacional y de la gestión comunitaria en torno a una premisa fundamental: la recuperación de espacios geográficos, temporales y simbólicos en la vida de los jóvenes con la mediación de prácticas artísticas dirigidas y cofinanciadas. Considerando las reflexiones de Foucault sobre el bio-poder, lo anterior hace parte de los diversos procesos de disciplinamiento que el engranaje estatal ejerce sobre la población; a la vez que encuentra asidero en prácticas artísticas y culturales las cuales, como anota Norbert Elías sobre el deporte y el ocio, están orientadas a ser extensivas del modelo civilizatorio como de la racionalidad ciudadana requeridos.